Una estrella que alumbra.

Se aproxima navidad y es costumbre en muchos hogares armar arbolitos y poner regalos a los pies del mismo, así como también poner, no siempre, un pesebre que nos recuerde desde donde nace todo esta idea en la tradición cristiana. Y si bien muchos saben que esta tradición tiene origenes en "lo pagano" y que de acuerdo a los hechos políticos de la época se fusionan las ideas con las conveniencias no es mi idea entrar a analizar este punto.
Lo que me pasa con la Navidad es algo extraño. Resulta que no quiero tener una navidad recargada, donde los adornos tapen el sentido, y donde el papel brillante de los regalos me dejen ciego y no descubra lo verdadero. Resulta que no quiero dejar de creer, pero me resulta muy difícil no alejarme de esta vorágine de elementos que contextualizan este creer. Por que hoy parecer es ser y no me viene muy bien ese traje.
Toda la cuadra esta adornada con luces y motivos rojos y dorados, como si la coca-cola se hubiese tomado el barrio y estuviera preparando un comercial en mi calle. Las luces en cascadas cuelgan de los techos y en varios de ellos hay renos hechos de intermitencias lumínicas. Hay una docena de Santa Claus entrando por las ventanas protegidas por ADT, a falta de chimeneas, y una cantidad indeterminada de duendes que pululan por los antejardines recargados de adornos. Mucha nieve en pleno verano.
A la hora de que las familias están reunidas, después del colegio de los niños puedo oír las voces cotidianas, esas que no se muestran en las ventanas ni en los tejados. Voces que no son de la fábrica de juguetes ni se parecen a los ho ho ho!! Son las voces de la verdad, de las incomunicaciones, de los enfados, de la rabia, de las preocupaciones, del peso de fin de año, de la vida.
No es que no quiera una navidad, no es que no quiera un rito. Quiero un rito de verdad, hecho a pulso, un rito que sea de veras nacido de mis ansias de creer y quiero que nazca en nosotros un niño que abre los ojos a esa verdad. Quiero un pesebre en mi pecho.